La música nos salva

Por en septiembre 23, 2019

Por Gabriel Bustamante Peña

Hace mucho tiempo, no cientos, ni miles, sino millones de años, nuestro planeta sufrió transformaciones cataclísmicas.  Junto a múltiples y devastadores terremotos, y poderosos tsunamis, desatados por la furia con la que colisionaron las placas de la tierra, llegaron los cambios extremos de temperatura que afectaron la vida en nuestra excitada esfera azul. Y lo que fuera el hogar de un sinnúmero de criaturas, un paraíso de tupidos bosques perennes, en lo que hoy llamamos África, fue totalmente arrasado por las abruptas condiciones climáticas.

Nuestros más lejanos antepasados, antiguos mamíferos primates que habían disfrutado de una infinita selva, llena de diversos frutos, ricos tanto en sabores como en nutrientes, y de la seguridad de las grandes alturas y de los frondosos follajes que generosamente les brindaron colosales árboles, vieron como este espléndido paisaje empezó a volverse cada vez más pequeño, escaso, hasta casi desaparecer.

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Incontables expresiones de vida no lograron sobrevivir y sucumbieron a la rudeza de las alteraciones del ambiente.  La adaptación a este nuevo mundo era cuestión de vida o muerte. Para nuestros prehistóricos abuelos el hecho que la comida ya no estuviera al alcance de la mano, hizo que solo quienes habían mutado sus cuerpos para tener brazos más largos y flexibles, transmitieran a su descendencia estas características, junto a muchas otras que nos llevarían poco a poco a adoptar una posición erguida para caminar, a liberar las manos y a perder la cola, rabo que tanto nos sirvió en las alturas, y del cual hoy solo nos queda de vestigio el coxis.

África, como una desflorada jovencita, quedó desnuda, ya que los grandes bosques que un día le cubrieron, quedaron reducidos a pequeños oasis, ínfimos grupos de árboles cuyos frutos no duraban mucho tiempo, por lo que gran parte de nuestros antepasados fueron muriendo con ellos. Fue así como hace 4,4 millones de años para poder resistirse a desaparecer, nuestros antepasados hicieron algo a lo que nunca antes primate alguno se había aventurado, bajaron de los árboles, caminaron, pasando de la densa selva, que alguna vez los acogió e hizo prosperar, a un terreno abierto, seco y peligroso.

Nuestros primeros antepasados sobre la tierra eran torpes para desplazarse, mientras se adaptaron a caminar erguidos sobre dos patas. Ya sin selva que los protegiera y expuestos en campo abierto en busca de comida, fueron presa fácil de toda clase de depredadores: las águilas y otras aves rapaces se llevaban sus crías de hasta cinco y seis años, para ser devorados vivos por sus polluelos en altos nidos, e incluso, en ocasiones estas aves se llevaron a jóvenes de hasta 12 años para dejarlos caer de las alturas, estrellarlos contra las rocas y devorar su carne. En otras ocasiones cuando se acercaban a ríos o charcos en busca de agua para poder hidratarse, fueron arrastrados por las poderosas mandíbulas de los cocodrilos hacia una muerte presenciada por el resto de la manada, lo cual acentuó su miedo al agua. Otros fueron presas fáciles de los grandes felinos que, cuando querían, los cazaban sin problema, o de las hienas que continuamente acorralaban a sus crías para devorarlas, pero su peor enemigo, que organizado en grupos los cazaba sistemáticamente, y a quien le temieron de forma mítica fue al lobo. Manadas de lobos hambrientos, ante la escases de presas más generosas en carne, cazaron a nuestros antepasados sin piedad. Las últimas manadas de australophitecus fueron desapareciendo rápidamente hasta llegar a quedar tan solo unas pocas familias, que lograron sobrevivir gracias a que se refugiaron en las cavernas.

Caminar en dos patas tuvo como consecuencia que a nuestras abuelas se les angostara la pelvis, lo cual sumado al crecimiento de nuestras cabezas, por el desarrollo del cerebro, hizo que las crías nacieran cada vez más prematuras y dependientes del grupo, lo cual desarrolló el origen de parejas estables, el cuidado mutuo y el surgimiento del amor, sin el cual no hubiéramos podido sobrevivir. Sin embargo, hubo un detalle que los hizo inmensamente vulnerables, especialmente a ser descubiertos y devorados por los inteligentes y astutos lobos, el agudo llanto de las crías.

Al final, después de un proceso de extinción casi total de los australopithecus, solo quedó sobre la faz de la tierra una familia extensa que, una noche titilante de estrellas y luna llena, se encontraba refugiada en una caverna, ante el asedio de los fieros lobos. Todos los miembros de la familia, atemorizados aguardaban en silencio, papás e hijos presas del pánico de sentir a los lobos que los buscaban, quedaron totalmente inmóviles, esperando que sus enemigos no hallaran rastro alguno y se alejaran de la cueva.

Pero en el preciso instante de mayor tensión, la única cría, nacida tan solo 15 días antes, despertó, ante la mirada nerviosa y angustiada de toda la manada; bastaría tan solo un pequeño lapso de llanto para que los lobos le escucharan, buscaran la entrada y los devoraran a todos, y con ellos, acabaran también con la esperanza del desarrollo de toda la especie humana. Pero en ese momento la madre del pequeño lo miró a los ojos, estableció un contacto nunca antes conocido y comenzó a mover su cuerpo con el bebé cargado, mientras susurraba rítmicamente tiernos ronroneos, sonidos que inmediatamente calmaron a la criatura, le arrancaron una cálida sonrisa e hicieron que se durmiera nuevamente. Ese día, en ese mágico minuto se salvó el futuro de la humanidad, pero ese día, en ese instante asombroso nació también algo que nos acompaña hasta nuestra era y sigue salvándonos la vida: La Música.

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