La intermediación cibernética

Por en agosto 12, 2020

Por Julián Zuluaga 

Arquitecto

Se ha vuelto una práctica cotidiana abrir las pantallas y acercarnos a ellas para vernos en un entorno imaginario, un mecanismo para abrir los ojos al mundo del que creemos hacer parte y generar conductas en una compleja red cibernética, dejando pasar el tiempo y los días, asumiendo que cada uno recibe lo justo y que somos parte de ese devenir simulado.

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Estar en esta trama imaginaria nos pone en un espacio similar al proyectado en el siglo XX por George Orwell, embebidos en nuestros propios espejos de ilusión, “humanos alienados” en las redes sociales por el poder de un régimen totalitario que nos domina. Es extraño como nos olvidamos del influjo de este instrumento tecnológico, una matriz que nos aleja de nuestra propia familiaridad y nos distancia de nuestra compleja naturaleza.

En ese quehacer cotidiano estamos sumergidos y atónitos a la espera de la señal para seguir la ficción, como antiguos marineros que se dejaron seducir por el “canto de las sirenas”, alucinaban sumergidos en viajes oceánicos para sobrevivir al tedio, al hambre y a la muerte que los acechaban cada instante, así, sin darnos cuenta, vamos llevando nuestro mundo al “autismo”, sin encontrar eco en ningún aspecto del mundo real.

En algún momento en la avanzada noche, nos damos cuenta de que en este comportamiento estamos solos, que se ha detenido el tiempo en nuestro interior, estimulado por efectos de dopamina que nos generan motivación y placer para estar despiertos. Todo esto, llevado al entorno familiar puede ser una “bomba de tiempo”, pues en ese mismo actuar en la red podemos provocar en el hermano o el amigo cercano – que está allí también expectante- una idea que lo lleve a suponer el actuar sincero por contextos simulados, que terminan siendo caldo de cultivo para las más sutiles animadversiones.

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Por fuera de esta conjunción persiste una realidad natural, con su universo de moléculas que nos permiten la red ecosistémica, detrás de la ventana física, si observamos con detenimiento, podemos advertir el fluir del viento entre los árboles y las ardillas que aligeran su marcha sobre las hojas secas del camino, pues el mundo real más allá de la cibernética sigue su natural acontecer.

Por otra parte, para el individuo sumido en la realidad virtual los procesos de conocimiento están inmóviles, pues sabemos que requieren de la experimentación que se incorpora con la vida, pero en el paseo por las redes creemos ingenuamente que todo va bien, seguimos herméticos y ausentes al acontecer natural, a la experiencia sensorial que es el único puente que estimula nuestra inteligencia y permite la marcha del conocimiento.

En el hogar, la familia es el primer espacio común de integración, a través del cruce sincero de palabras se crea la conexión emocional con nuestros hijos, padres y abuelos, que desde la prehistoria nos une físicamente, como una manada de seres que beben de la misma fuente y se animan frente al fuego sagrado, que articula el lenguaje y fundamenta su existencia.  

De manera contraria, la cibernética y las redes enmascaran al individuo para enmudecerlo, con un silencio llevado de textos cortos, fotografías decoradas y signos simplificados, que lo mantienen en el interior de un traje espacial inaccesible, asfixiante al entorno emocional de la familia, impermeable a los gestos intergeneracionales, pierde de vista el verdadero lazo que nos une.

Romper con los esquemas automatizados de las redes y volver al origen de las cosas, requiere el retorno de las palabras, del gusto cotidiano por lo que somos, reconocernos una y otra vez no como perfiles, ni ficciones, sino como seres de carne y piel. Este es un llamado al abandono consiente de las redes luminosas, para volver al contacto que resuena al interior, volver al discernimiento hablado – repentino – que hace fluir nuestra conversación y retornar por el camino del método al conocimiento, al asombro, y de paso, al buen trato entre semejantes, al verdadero encuentro con nuestra naturaleza.

Amigo de las redes como instrumento de comunicación en el recogimiento de la pandemia, no dejemos que nos alimente la soledad y el aislamiento de nuestro entorno cercano, regresemos por la senda del verdadero logos, que está en el “ahí del ser”, repositorio de la conversación y expresión del lenguaje hablado – en su cotidiano reflejo de las cosas – que nos hace tan humanos y cercanos, que nos permite el asombro ante la noche azulada que regresa, cuyos reflejos son alimento de la imaginación creativa –  vuelo al lenguaje – que nace en el interno sonar de los símbolos que son irremplazables.

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