Así no era

Por en septiembre 18, 2020

Por Aura Isabel Olano

Reubicar la estatua ecuestre de Sebastián de Belalcázar, estaba contemplado, puesto que esa escultura que representa al fundador de Popayán, como también de Quito y Cali, fue concebida por el escultor toledano Victorio Macho, para la plazuela de San Francisco, en el sector histórico de la ciudad. Sin embargo, en 1940 para la conmemoración del IV centenario de Popayán, las autoridades decidieron ubicarla en el Morro de Tulcán, y la inauguraron con un discurso del poeta payanés Rafael Maya, como lo recuerda en su libro Muros de Bronce, el historiador Diego Castrillón Arboleda. De las razones para dejarla en ese sitio que, al parecer, fue un cementerio precolombino, no tenemos certeza, quizás porque esa escultura se divisaba desde cualquier sitio de Popayán, que por esa época era una pequeña urbe.

Muchas generaciones de payaneses crecieron viendo esa efigie, que como obra artísticas es imponente y forma parte del patrimonio de la ciudad, independientemente de las acciones bélicas, de la dominación que ejerció el adelantado Sebastián de Belalcázar. Los conquistadores españoles como él ejercieron la esclavitud y el trabajo forzado, formas abominables de subyugación que eran practicadas por los propios pueblos aborígenes y los recién llegados las adoptaron.

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El monumento a Belalcázar ha formado parte de la vida de Popayán, de su entorno; esa imagen está en la retina de muchas generaciones, eso hay que entenderlo, porque, de todas formas, fue quien fundó la ciudad, hecho que generó un mestizaje que corresponde al mayoritario grupo humano que hoy habita, no solo Popayán, sino todo el Cauca: los llamados mestizos.

Para sustituir en el Morro de Tulcán a Belalcázar por el cacique Payán, u otro valiente personaje indígena, no se necesitaba la acción sorpresiva y violenta que ejecutó un grupo de Misak o Guambianos que, además disfrutó de ese momento, sin medir la afectación que le pudiera producir a la mayoría de los habitantes de Popayán, para quienes fue un golpe doloroso, al derrumbarles un ícono de la ciudad, un bien preciado, si se quiere; una obra de arte, cercenando de esa manera una parte de la historia, buena o mala, pero al fin y al cabo su historia, de la cual se debe aprender para no repetirla. Pero, aquí se repitió la violencia, la falta de consideración con la otra parte de la comunidad que desciende de ese mismo tronco, de esa misma mezcla de culturas que se debe respetar. 

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Qué bueno y plausible hubiera sido, que sin mediar una marcha con un propósito soterrado, los impulsores de ese acto bárbaro hubieran presentado, por ejemplo, un proyecto al Concejo, o la Alcaldía de Popayán para ejecutar la iniciativa que venía de tiempo atrás, y que no fue propiamente de autoría indígena, de reubicar a Belalcázar y visibilizar al cacique Payán en el Cerro de Tulcán. Seguro que la iniciativa habría tenido buen recibo, sin herir lo que pudiéramos llamar el Alma de Popayán.

Es paradójico que mientras los dirigentes indígenas lo exigen todo para sí y por la fuerza, como si fueran los únicos habitantes del Cauca, hablen de paz, de desterrar la violencia, cuando la vienen generando con sus actos desde hace mucho tiempo. O será que taponar la Panamericana cuando les provoca, sitiar a Popayán y a otras poblaciones del Departamento, impedir la marcha normal, no solo de la región, sino del país al obstaculizar el paso por una vía internacional, al pretender que todas las tierras les pertenecen y actuar como lo han hecho al invadirlas, ¿no será violencia? ¿Será que hay violencias buenas y violencias malas? Pero, los demás mortales que habitan el Cauca no pueden decir nada, no pueden protestar, porque el tema indígena y sus prerrogativas se volvieron tabú.

Repito las palabras de un amigo, que sin ser de Popayán, quiere mucho esta ciudad, al referirse al acto cometido: “Duele más porque viene de la comunidad Misak, por la que Popayán siente afecto”.

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