Semana Santa

Por en agosto 7, 2013

No habían acabado de desarmar y guardar los pasos de las procesiones

Por Gabriel Bustamante Peña

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No habían acabado de desarmar y guardar los pasos de las procesiones nuestros abnegados cargueros y nuestros ilustres síndicos, cuando nuevamente están pintando las paredes de blanco, porque llegó Semana Santa. Y eso que dicen que en Popayán el tiempo pasa mucho más despacio que en el resto del mundo.

Semana Santa que esta vez se celebra en medio del aniversario número treinta del último gran sismo en Popayán, y después de 457 años de conservar una tradición que ha sobrevivido a guerras, diluvios, terremotos y hasta funestas maldiciones. Semana Santa por la cual la Ciudad Blanca tiene fama mundial, debido a que en ningún lugar del planeta, por católico que sea, toda una ciudad se agolpa en las calles, bajo el frío húmedo de marzo, y al calor de un maní sigue expectante cada una de las figuras que representan la sagrada tragedia.

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Una ceremonia de 457 años no puede ser más que el alma de la ciudad que se rebela cada año, y nos trae al presente toda la herencia colonial, como un sello imperecedero que se resiste a morir en manos de la modernidad. Inconfundible procesión centenaria que le da sentido de inmortalidad a las fachadas blancas de la Villa de Belalcázar, que sin la Semana Santa, serían simples caserones viejos de un pueblo perdido en la memoria.

Semana Santa que da significado a cada año que pasamos en el olvido, que nos llena de gloria porque, por una vez, volvemos a existir para Colombia y para el mundo. Y es por esto, que Popayán se prepara los doce meses del año para encontrarse a sí misma en ese ritual que nos une en lo divino y en lo pagano.

No se necesita ser cristiano, ni siquiera creyente para poder empaparse de esa espiritualidad colectiva que se apodera de Popayán cuando llega la Semana Santa. Toda la pompa majestuosa con la que propios y extraños viven esta tradición no tiene igual. El jueves y viernes dejan de ser días corrientes para convertirse en un punto de encuentro sacro, en una convergencia donde toda la ciudad es cómplice del magno evento.

Ya sea en las filas de cirios encendidos, en la rígida marcha militar de la banda de guerra, en la orquesta fúnebre que acompaña la vigilia, en el papel de ñapanga, de regidor o de sindico, llevando en hombros las insignes figuras, o como simples espectadores que agolpan las calles y balcones vecinos, todos compartimos esa magna sensación de recorrer un trazado místico, que se empezó a caminar, nada menos, que hace 457 años.

Popayán sin Semana Santa no será más Popayán, de ahí la enorme responsabilidad de las generaciones venideras por cuidar a muerte el alma de la Villa, y jamás permitir que el Señor Caído, el Nazareno, el Cachorro, la Dolorosa, o el Ecce-Hommo, pasen a ser figuras de olvidados museos, corroídas por las telarañas del olvido y la desidia, y por el contrario, sigan siendo nuestros imperecederos lasos con el sublime drama del calvario, que por azar colonial del destino, fungió a Popayán como la Jerusalén de América.

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