El control judicial de las políticas públicas

Por en septiembre 26, 2013

Por Gabriel Bustamante Peña


A pesar de los logros alcanzados por la Corte Constitucional en la protección de los derechos fundamentales, y de los invaluables beneficios de su jurisprudencia en materia humanitaria y social, la intervención de este alto Tribunal ha desatado en Colombia una fuerte controversia jurídica y política, acerca de la legitimidad que tiene la Corte de ordenar al gobierno a tomar medidas oportunas y eficaces para impedir o parar las violaciones a los derechos humanos y ejercer, de esta forma, un control judicial de las políticas públicas.
El debate se centra en, por un lado, afirmar que en un Estado de derecho es inaceptable que el poder judicial sustituya a las administraciones públicas en sus funciones constitucionales y legales, y en el debido respeto e independencia que deben tener cada una de las ramas del poder; y por otro lado, en que, siendo las políticas públicas las herramientas idóneas para garantizar, en general, las condiciones de efectividad de los derechos fundamentales, debe existir un ámbito de control cuando estas son pérfidas, ineficientes o inexistentes y, por lo tanto, se convierten ellas mismas en foco de violación a los derechos, trasgrediendo de manera flagrante la Constitución Nacional.
Evidentemente, la separación de poderes parte de la premisa que cada poder debe actuar con independencia y sin interferencias indebidas por parte de los otros poderes. Pero al tiempo, la independencia está dirigida a facilitar la debida coordinación y armonía entre las ramas, con el fin de mantener la estructura y eficacia del Estado Social y Democrático de Derecho.
No sería lógico pensar que el ejecutivo, oponiendo la separación de los poderes, se justifique ante violaciones generalizadas de los derechos humanos y el quebrantamiento de la Carta Política, y que la Corte, como guardiana de la misma, no pueda ejercer sus funciones de control judicial. No podríamos admitir esta situación, en la medida que se configuraría, precisamente, un estado de cosas inconstitucional, donde la administración se aleja del cumplimiento de la Carta y de la ley, y la Corte se queda paralizada sin poder desplegar sus funciones de tutela efectiva para el cumplimiento de los fines del Estado social y democrático de derecho, el cual no puede ser desconocido en su campo de acción más necesario: la realidad.
La Constitución de 1991 enfatizó la necesidad del balance democrático entre los tres poderes públicos, en un sistema de pesos y contrapesos necesarios para el armónico desarrollo de la actividad estatal y, aunque la independencia de los poderes se mantiene, esta se ha redefinido para responder a las exigencias del nuevo modelo estatal y adecuar este principio, del siglo XIX, a las nuevas exigencias sociales, políticas, económicas, culturales y tecnológicas del siglo XXI.

opinión, agosto 16 de 2013

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