El Arauca vibrador

Por en noviembre 14, 2013

Por Gloria Cepeda Vargas.

Hace cuatro meses volví a Colombia después de haber asistido, mediante folclórica exposición mediática, a la agonía y muerte del entonces presidente Hugo Chávez. Desde entonces el cerco militar arrincona cada vez con mayor sevicia todo lo que signifique independencia de pensamiento y libertad de conducta en Venezuela.

La llamada oposición política, agobiada por el lastre de errores cometidos por el gobierno adeco-copeyano y uno que otro negociado de dudoso talante, no logra despegar. Enrique Capriles, gobernador del Estado Miranda, uno de los pocos territorios en manos de la oposición y candidato en las elecciones presidenciales (período 2013-2019), intenta posicionarse sin lograrlo.

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Desvergonzado látigo cuartelario relampaguea desde la comuna de barrio hasta la presidencia de la República. Todo se reduce a apretar, sitiar, ahogar cualquier brote de inteligencia combativa o de derecho ciudadano. Es el cuartel que vuelve por sus fueros, el primitivo arreo militar pulverizando Asamblea, Tribunal Supremo de Justicia, Corte Constitucional, cuerpos policiales, gobernaciones, alcaldías, empresa privada, derecho de palabra, libertad de expresión.El bárbaro que confunde represión con autoridad; el improvisado a quien un golpe de suerte sacó del timón de un metro bus para catapultarlo a las más altas dignidades administrativas sin siquiera sacudirle el polvo de la calle.

Los casos de Chávez y Maduro engrosarán la historia de un país que parece haber nacido tatuado por la cachucha y la guerrera. El actual gobernante, craso desconocedor del manejo aplicable a un territorio tan complejo como es la Venezuela petrolera, se encontró de manos a boca con la administración discrecional de las mayores reservas de oro negro del mundo después de los catorce años bien bailados de Chávez y su jauría. De ahí la evocación cansina del comandante eterno y las ridículas alusiones de ultratumba con que intenta blindar sus peroratas. Maduro se sabe extraño en un feudo uniformado y corrompido hasta los tuétanos. Por eso lo corteja con servilismo permitiéndole allanar y prostituir lo que queda de civilización y democracia en el país.

Gustavo Coronel, conocedor del desastre petrolero que predice el derrumbe socio-económico de Venezuela y uno de sus más documentados analistas políticos, después de calificar la horda gobernante como una “dirigencia hamponil”, dice con conocimiento de causa: “Acuso a Hugo Chávez y a Rafael Ramírez de ser los verdaderos culpables de esta debacle.

Ya uno de los dos es difunto pero el otro deberá dar la cara por lo que ha sido una verdadera tragedia nacional. Me he limitado a hablar con los números en la mano pero hay crímenes menos cuantificables de filosofía gerencial y de abusos de poder, además de los cuantificables actos de corrupción administrativa que se añaden a un panorama desolador y que tendrán que ser expuestos ante el tribunal de la opinión pública pero no ante este Tribunal Supremo de Justicia (como mal chiste) en su debido momento”.

La disolución de Venezuela, enmascarada con un palabrerío sin sentido y surgida de un régimen cuya corrupción e ineptitud rayan en lo surreal, constituye uno más de los crímenes históricos perpetrados contra el pueblo por una cáfila apátrida y descompuesta, ante la indiferencia de quienes ayer se lucraron de su generosidad y bonanza. Venezuela, la orilla “del Arauca vibrador”, agoniza. No se trata de derecha o izquierda políticas ni de socialismos o capitalismos acomodaticios. Son los estertores del enfermo terminal absolutamente desprovisto de asistencia médica, fármacos y dolientes.

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