Actualidad del Cónclave: Una Iglesia para el siglo XXI

Por Hernán Alejandro Olano García
Doctor en Derecho Canónico
En los pasillos del Vaticano, el aire se siente denso, no tanto por la inminencia de un cambio, sino por la magnitud de lo que representa. La Iglesia católica, según el Anuario Pontificio de 2024, con más de 1.420 millones de fieles en el mundo, se acerca a un punto de inflexión. El próximo cónclave no será simplemente la elección de un nuevo Papa: será una encrucijada histórica para definir qué rostro ofrecerá la Iglesia al siglo XXI.
¿Una Iglesia dividida?
Aunque el lenguaje mediático suele presentar una “guerra” entre conservadores y progresistas, la realidad es más compleja. Existe, sí, una tensión palpable entre dos sensibilidades eclesiales. Por un lado, sectores que defienden una visión más doctrinal, centralista y fiel a las formas tradicionales; por otro, quienes impulsan una pastoral más cercana a las realidades humanas, descentralizada y en diálogo con la modernidad.
Esta división se expresa claramente en debates recientes como la bendición de parejas en situación irregular (Fiducia Supplicans), la inclusión de personas LGBTQ+, la sinodalidad, el rol de la mujer y la misa tridentina. No se trata de disputas menores, sino de modelos distintos de vivir la catolicidad, y el próximo cónclave será escenario de esa tensión.
El legado de Francisco
El papa Francisco ha sido una figura disruptiva dentro de la continuidad doctrinal. Su estilo de gobierno, centrado en la misericordia, la periferia y el discernimiento pastoral, ha desatado críticas desde los sectores más conservadores. No por romper la doctrina —que en esencia ha mantenido—, sino por cambiar el acento: de la norma al acompañamiento, del juicio a la inclusión, de la rigidez a la apertura.
Su liderazgo ha promovido una Iglesia “en salida”, menos europea, más intercultural, más comprometida con los pobres, el medio ambiente y la justicia global. Sin embargo, esa apertura ha generado resistencias internas. Se le ha acusado de ambigüedad, de debilitar la autoridad doctrinal romana y de ceder terreno a la secularización. Aun así, Francisco ha mantenido el rumbo con determinación, convencido de que el Espíritu Santo se manifiesta también en los desafíos del tiempo presente.
¿Quién vota, quién decide?
Uno de los datos más significativos del próximo cónclave es que alrededor del 80% de los cardenales electores han sido nombrados por Francisco. Muchos de ellos comparten su sensibilidad pastoral, su visión descentralizadora y su mirada universal. Provienen de todos los continentes, especialmente del Sur global, y están marcados por contextos sociales complejos: violencia, pobreza, persecución o secularización.
Este hecho inclina la balanza hacia un sucesor que garantice cierta continuidad, aunque probablemente con un perfil más equilibrado, capaz de dialogar con los distintos sectores eclesiales. La tradición muestra que los cónclaves buscan figuras conciliadoras, espirituales, con capacidad de gobierno y comunión, más que ideólogos o activistas.
¿Qué se puede esperar del cónclave?
Más que una ruptura, se espera una consolidación de las reformas en curso. La sinodalidad, entendida como participación, escucha y descentralización, será clave. Se buscará una figura que mantenga la orientación de apertura y reforma sin generar nuevas fracturas internas.
También se valorará la capacidad de enfrentar los desafíos más urgentes de la Iglesia y del mundo:
- El fortalecimiento del diálogo interreligioso y del papel de la Iglesia como actor global en temas como migración, justicia, paz, inteligencia artificial y cambio climático.
- La credibilidad moral ante los escándalos de abusos y corrupción.
- La necesidad de una Iglesia misionera, con capacidad de evangelizar en culturas secularizadas.
- La unidad interna frente a tensiones doctrinales.
Hacia una Iglesia del siglo XXI
La elección de un nuevo papa no es una simple renovación de liderazgo. Es una señal profética. En el contexto global actual —marcado por crisis políticas, transformaciones tecnológicas, conflictos armados y dilemas bioéticos—, la Iglesia católica sigue teniendo una palabra relevante, siempre que sepa pronunciarla con autoridad moral, profundidad espiritual y fidelidad al Evangelio.
La Iglesia del siglo XXI no puede ser simplemente conservadora o progresista. Necesita ser profundamente católica en el sentido etimológico: universal, abierta, dialogante y fiel. Necesita líderes que no teman a las periferias, que no se encierren en las seguridades del pasado ni se disuelvan en los consensos del presente.
El cónclave que se avecina —cuando ocurra— será más que la elección de un pontífice. Será un discernimiento eclesial global sobre el rostro de la Iglesia que el mundo necesita: no una fortaleza sitiada, ni una ONG bienintencionada, sino una madre y maestra que abrace al ser humano con verdad y misericordia.
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