El Mural

Por en septiembre 9, 2019

¿Existe, algún lenguaje secreto que sentimos y percibimos, pero nunca formulamos?, y si lo hiciéramos, ¿podría hacerse visible al ojo?  Virginia Wolf.

Por Martha Lucia Rivera Jaramillo.

El aeropuerto de Popayán ha tenido durante muchos años, 50 tal vez, en el muro que actualmente preside el espacio donde los pasajeros entran a la sala de espera  para embarcar, un gran mural, con la obra artística del maestro Augusto Rivera Garcés. (Mi papá).

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Es la representación de una chirimía caucana, símbolo y parte de la  identidad de nuestro pueblo. Esta obra fue encargada por el entonces presidente,  de origen payanés, Guillermo León Valencia. Juan Arroyo lo ha descrito con una frescura y una sencillez hermosa, muy propia de él.

No obstante ese valor histórico y estético a los que todos los caucanos le damos una significación especial, en el proyecto de la nueva terminal aeroportuaria no se ha tenido en cuenta la conservación del Mural.  En el momento en que escribo esta columna, su suerte es incierta.

Mi papá vivió fascinado con el paisaje, tanto de Bolívar, Cauca, donde nació, como de Popayán. Hubo otros temas en su pintura: Chile, el muelle de Valparaíso donde vivió diez años, signos abstractos, la conquista, los cuentos que oyó de niño contados por su papá  y sus abuelos… un universo increíblemente mágico de personajes llenos de humor, de contradicciones, de magia, que ingresan de su mano en el espacio del mito, las vírgenes del pueblo, el obispo, el herrero, el poeta, el duende, la tía que pactó con el diablo…

Una pintura que es en realidad una escritura cuyos símbolos  son locales y universales, ese fue su gran esfuerzo, hacer ingresar estos  gestos cotidianos, estas tragedias, estas historias nuestras en el espacio de los arquetipos, de los grandes personajes, reconocer en ellos su profunda humanidad.

Como a muchos pintores, le gustaba dialogar con otros pintores de otras épocas, como con la primavera de Botticelli, de la manera que dialogan los pintores con imágenes.

los artistas en general  desconfían de la primera versión,  de la superficie, sospechan, siempre, ven más (probablemente porque imponen menos sus prejuicios, porque preguntan más,  porque ven más como los niños) y en este ver más, nos llevan de la mano, con palabras, con imágenes, con música, con formas, nos llevan y nos muestran lo que sin ellos seguramente no veríamos: la belleza de un instante, la grandeza de un rostro, la bondad de un gesto, el horror de un acto, la materialidad de un orden, la fuerza silenciosa de un elemento simple como una manzana   …. tantas cosas.

Cuando tenía 5 o 6 años vivíamos en una casa llamada (por mi familia) la casita  de la 75; quedaba cerca del monumento a Los Héroes en el barrio El Lago, en Bogotá, era una calle cerrada donde los niños podíamos jugar sin salirnos de los límites de  ese pequeño universo que llamábamos nuestro.

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Afuera sucedía algo increíble que nos producía un entusiasmo inexplicable y desbordado: el cambio de guardia del monumento, al verlo nos quedábamos inmóviles, suspendidos entre los movimientos pausados y solemnes de los soldados; observábamos detalladamente cómo uno le entregaba el arma al otro con sus guantes blancos  y a partir de ese momento investido por la magia de aquel ritual, estaba de guardia.

Mi mamá era actriz, de modo que  yo conocía los versos de García Lorca o la historia del rey Lear  o Hamlet desde que nací, pero ahora creo que ese fue mi primer contacto real  con el teatro, ahí lo vi.

Antes de llegar había otra  diversión: corríamos en una especie de pequeña pandilla (4 o 5 niños del barrio con un papá,  para el caso servía cualquier papá al que habíamos empujado entre todos) por las calles que nos llevaban a Los Héroes, jugando a algo cuya autoría nadie se adjudicó nunca, como todos los juegos de barrio; consistía en que el adulto decía un color y nosotros encontrábamos personas o cosas de ese color, el primero que lo veía gritaba ¡persona! ¡Cosa! Era una cosa amarilla, por ejemplo, o persona con algo amarillo en su vestimenta. De vez en cuando había discusiones porque el amarillo era más bien verde, o el rojo era vinotinto (esa era común).

Ver, nombrar, ese era el juego, podría ser: ver, reconocer, nombrar; por supuesto, la palabra era como un grito gozoso que aseguraba la existencia de esa persona, de ese objeto y de que uno lo había visto primero, era de uno, le pertenecía.

Augusto Rivera, artista universal, autor del Mural que se encuentra en el aeropuerto de Popayán.

Augusto Rivera, artista universal, autor del Mural que se encuentra en el aeropuerto de Popayán.

Podría  uno pensar que solo los niños son felices con algo tan simple, pero sospecho que este entusiasmo es también el de los pintores, los poetas, los que amamos, los que somos amados… ¿podría haber amor sin voz, sin ser visto y nombrado? No creo, no ser visto encierra una violencia profunda.

Relato esto porque recuerdo esos momentos magníficos donde uno es capaz de hacer el mundo con su voz.

No preservar el mural del aeropuerto es negarles a las generaciones actuales y futuras del Cauca la construcción de su identidad. Pero, hay algo más, no reconocer nuestras propias imágenes y su importancia es despojarnos de sentido a nosotros mismos, El Mural es nuestro, la chirimía es una expresión nuestra y el aeropuerto es para nosotros, es decir, es nuestro, los espacios donde vivimos, son también aquello que nos facilita narrarnos como colectivo.

Todo esto es Popayán:  una ciudad con bellísimas calles, casas, iglesias, techos, balcones,  zaguanes que desembocan en patios soleados y floridos; portones gigantes que parecen estar ahí desde el principio del tiempo, arcos de cal y canto maravillosos,   pero no es solo eso, es un lugar que guarda en su alma infinitas historias, actos heroicos, tristezas y felicidades, pasiones, secretos, luchas, imágenes que pasan en las familias de generación en generación como tesoros, relatos, leyendas,  recetas, escenas que guardamos dentro, belleza; belleza no como retorica sino como acto.

Podemos discutir con eso, podemos cuestionarlo, podemos ir y volver  para reconocernos de manera distinta, para narrarnos de otra forma, lo que no podemos hacer es  derruirlo o dejar que alguien más lo destruya sin ninguna razón, porque en realidad esa es la raíz de muchas cosas, es el alimento y la fuerza para ser, incluso para decidir lo que no queremos ser, la alquimia consiste en verlo, verlo y saberlo nuestro, hacerlo nuestro.

En un acto  de amor, porque no me mueve otra razón, debo decir, que quiero que tengamos voz, una voz que  sea capaz de ser parte de esta obra de una manera activa conservándolo, nombrándolo como nuestro, reconociendo su inmensa (y nuestra)  belleza para que sea nuestra voz como pueblo la que existe junto con él.

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