Perdonados y perdonadores

Por en abril 6, 2015

Por Gloria Cepeda Vargas

“El Espectador” del jueves 19 de marzo publicó una entrevista hecha a Rodrigo Pérez, alias Julián Bolívar, ex comandante del bloque Central Bolívar de las AUC.

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El otrora temible cabecilla paramilitar, reconoce que lo sufrido por sus víctimas “no fue una agresión menor. Esas víctimas están en todo su derecho de decir: “no los perdono”. Excepcionales son los casos en donde sí lo hacen”.

Después de la polémica desmovilización paramilitar, se llenaron los periódicos de declaraciones similares. Pero ésta es una de las más sensatas audiencias salidas de esa cueva feroz. Rodrigo Pérez se declara arrepentido y promete no reincidir. “Si nuestra generación hubiera tenido quien le contara la realidad de la guerra de forma cruda –dice- ni el discurso de Tirofijo ni el de Carlos Castaño hubieran tenido cabida en la mente de esos muchachos ¡Cuántas muertes nos hubiéramos evitado!”.

En fin, parece que como en muchos de los espeluznantes casos de crueldad y sevicia inhumanas desatados contra los inermes campesinos colombianos por todos los grupos al margen de la ley, surgen estos fenómenos. Una especie de “mea culpa” donde no faltan las inculpaciones –veladas o no- al sistema que nos rige. Algo parecido a una cabriola de volatinero en la cual hasta la ley del equilibrio sale con el rabo entre las piernas.

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Lo único cierto es que si estos criminales, donde la capacidad racional del ente humano desaparece para dar paso a una ferocidad inconcebible, no hubieran sido reducidos a su mínima expresión por la fuerza de las circunstancias, la arremetida que convirtió el campo colombiano en escenario de un dolor que ni siquiera imaginamos quienes respiramos en esta orilla, habría continuado nadando satisfecha en un mar de sangre y lágrimas más amargas que la hiel.

Es posible que el cambio de aires los haya redimido. Posible que el aterrizaje forzoso haya atemperado sus hervores satánicos o que la posible sanción o rechazo sociales los fuercen hoy a la abstención y la cuarentena. Sus gemidos en este muro de los lamentos me asombran menos que la sobrehumana generosidad de las víctimas quienes, sobreponiéndose al explicable crujir de intestinos, dientes y conciencia, soportan “a capella”, unos abrazos que huelen todavía a la sangre de sus hijos.

Debe ser que el sufrimiento nos decanta. O que el dolor, al cruzar la barrera soportable, anestesia los nervios y el sentido. Más que actos de último momento, la reacción de los familiares de las víctimas es indescriptible porque no existen palabras para definir lo que está más allá de las palabras.

Lamentablemente, de esta cadena sórdida y siempre inexplicable, surge una sola conclusión: somos una tribu desamparada. La negligencia criminal con que incumple sus obligaciones el Estado, clama al cielo. Guerrilla, paramilitares, violadores, delincuentes comunes que se juegan a diario vida, honra y bienes ajenos, son alimaña de vieja data. Esa plaga, hasta ahora sin antídoto, merodea desde los salones del palacio presidencial hasta los tugurios malolientes.

No creo que esto sea problema para clérigos, politólogos, sociólogos o demás doctos en cuestiones menos complejas. Quizá un siquiatra, conocedor de los abismos que resoplan en lo más recóndito de nuestra humanidad, podría aportar lo necesario. Lo grave es que dejamos crecer el río y ahora intentamos contenerlo. Los más atroces episodios se connaturalizaron con nuestra idiosincrasia. Esta contienda librada a dentelladas entre hermanos, con sus aditamentos apestosos, no conmovió a nadie. Lo rescatable es la dimensión cristalina entre tanto desecho. Ese segmento diáfano que aflora en los más prostituidos momentos de una historia heroica y cobarde: la hazaña de perdonar amordazando el corazón con la esperanza de que lograremos sobreaguar y seguir caminando.

Columna publicada en la edición impresa de marzo 27 de 2015.

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