Llueve

Por en diciembre 19, 2014

Por Gloria Cepeda Vargas (*)

La luz del invierno golpea la ventana. Hace mucho es navidad. Toda la vida ha sido un villancico triste, una fruta partida. Hallacas o manjar blanco, pavo redondo o jamón adornado con guindas españolas y esa voz lejana detrás de las cortinas, más allá de los cerros, de las antenas del Observatorio, de las últimas nubes del año.

Toda la vida en navidad. Cada quien la vive a su manera, de espaldas o plantado frente a las encerronas del alma. En un recinto con guirnaldas brillantes, copas abrumadas, ojos recién abiertos o dormidos a medias en una acera donde no amanece. Baila aquel, llora éste ¿Me acompañas a la misa de gallo o prefieres una tostada revuelta con el rocío del amanecer?

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Cuando no había terminado de estirarme, salté y aterricé en Liliput. De pronto me encontré ancha y alta. Episodios delirantes se sucedían como en una película de ciencia ficción. Huesos, piel, cartílagos, engranajes para respirar, excretar, metabolizar, parir.
En la otra orilla, el espejo donde me reconvienen mis tatuajes y mis luchas heredadas, cuelga en una pared con cédula de identidad y fecha de nacimiento. Sonríen mis diciembres de sangre circulante y piel lozana. Canta la noche del unicornio-estrella y se deslizan por un tobogán laberíntico mis piernas y mis pies envueltos en zapatos enanos y medias de algodón.

Siempre navidad en dos noches distintas y necesarias. Allá la nostalgia del año viejo en la “luna de Cumaná” de Andrés Eloy Blanco, las horas locas por la autopista rumbo al bullicio de la playa, “Anochezco en Caracas y amanezco en Macuto”, decía Billo Frómeta. Sí señor, un pie en el comedor iluminado de Caracas y otro en la arena fría del litoral central.

Acá las golosinas escarchadas en azúcar suficiente para endulzar toda la vida, lo que se deja y no se deja, olor a incienso sobre las calles cenicientas, aire de yerbabuena y toronjil, rosario familiar en el latín de entonces, tierra como la madre, ancha y serena, luz y aire arracimados en la copa de los guayabos fraternales.

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El frío, de sombrero gris y camisa mojada, desciende entre resbalones y arañazos por las faldas de El Ávila. Llegan voces lejanas acompasadas en las cuerdas del cuatro: “Si la Virgen fuera andina/ y san José de los llanos/ el Niño Jesús sería/ un niño venezolano”. Pan de jamón, hallacas y dulce de lechoza como manjares de una mesa común. Navidad fría y parrandera en la que siempre se me escapó la mitad de la sombra.
Al otro lado me apacientan el sueño muñecas de celuloide y libros encantados. Ahí empezó mi peregrinación interminable, mi encadenamiento a esos seres de papel y letras enfiladas como soldaditos de plomo en la biblioteca de mi padre. La noche era un cuenco sin fondo, un plafón estrellado donde todo misterio tuvo asiento.

Cuando se empieza a vivir temprano, la vida toma formas inconcebibles. La fantasmagoría cambia de nombre y sin apercibirlo, nos vamos dorando, nos vamos curtiendo, amaneciendo distinto, anocheciendo de pie. Pero la mano que nos aventó va de tic tac en tic tac como un relojito nuevo marcando las horas, los tropezones, los descubrimientos. Muchas veces, cuando los días se volvían duros como una hogaza vieja, blanqueó su velamen misericordioso sobre el lomo encrespado del mar o me re- convino con ese ademán de magnolia nocturna que perfumó con tanto empeño los abrebocas de la infancia.

La casa de la niñez con su cocina de paredes borrosas donde una negra casi disuelta por el humo, batía sin cesar el abanico de palma traído por mi abuela; los sapos que amarrábamos para verlos bailar en el patio lleno de charcos turbios; los cangrejos de caparazón roja y brillante saltando para adelante y para atrás bajo los pisos de madera de una casa palafítica donde un Niño Dios equilibrista descendía a las doce de la noche cargado de paquetes, todavía me detienen el paso. Después Popayán y su pléyade de dulces blancos, verdes, rojizos o amarillo quemado, como una espesa marea que iba y venía entre buñuelos de oro y hojaldres navegantes. Todo era color de miel, transparente como las aguas del río Molino donde veíamos enmudecer la tarde. Creíamos a pie juntillas en un Niño que premiaba nuestra obediencia con sencillos juguetes o castigaba nuestros resbalones con un pedazo de carbón.

Era tiempo de musgo recatado en el rocío del amanecer, ríos de papel celofán y friolentas ovejitas de lana. La vida nuevecita, sin recuerdos. Solo la luna rodando como un globo de plata por los caminos de diciembre, el manjar blanco batido en una paila de cobre que parecía salida de una alacena prehistórica, el pavo sin cabeza en una fuente perfumada con los aderezos de huertos y jardines familiares.

Hoy, cuando los días encanecieron y la magia de la infancia voló en busca de mejores climas, las siluetas amadas regresan y se quedan. Un villancico enredado en las ramas del alma, profundidad de los zaguanes encalados y la madre cantando en ese aire pacífico que no sé si venía de sus brazos o de la lejanía.

Cada quien vive su historia y elige por dónde camina. Lo irreversible de un río, un saludo, un adiós. Aquí y allá suspiros que a veces interrumpen el sueño, rostros en penumbra, orillas paralelas y recorridas. ¿Será cierta la navidad? ¿Su barba de pájaros, su sentir polvoriento? Y una sola verdad entre dos episodios imprecisos mientras “La nochebuena se viene/ la noche buena se va”, como un ángel de plata que vuelve sin volver.

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