En defensa de la ciudad blanca

Por en noviembre 6, 2017

Por Gabriel Bustamante Peña

A partir de la toma de la Panamericana por las protestas (de por si justas) de los indígenas, y la concebida problemática que esta situación trae a la ciudad, por un bloqueo que ya se volvió una rutina de todos los años, volvieron a aflorar discursos en Bogotá donde nos tratan a los payaneses de racistas, oligarcas e indolentes. Desconocen los respetados profesores bogotanos que la historia de Popayán es muy distinta a la que pintan sus acusadoras plumas, que fueron los votos de la gente de Popayán las que lograron la elección de Floro Tunubalá, el primer gobernador indígena de Colombia y el mundo, que hoy la población de la Ciudad Blanca es en un 80 % de migraciones de todas partes de Colombia, especialmente del Sur Occidente, de víctimas de la violencia y de estudiantes universitarios, y que estigmatizar a toda una sociedad, pero peor aún, a toda una capital del Departamento, en nada ayudará a resolver las profundas problemáticas que nos aquejan como caucanos. Popayán es la ciudad de todos y por eso retomo estas palabras que escribí hace ya 10 años, en defensa de la Ciudad Blanca:

Se ha puesto de moda, ya sea por irreverencia o por ingratitud, atacar la condición de «Ciudad Blanca» que ostenta nuestra ciudad.

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Hay, por ejemplo, quienes se atreven a proponer el desmonte de la tradición que envuelve las fachadas históricas e incluso algunos quisieran derrumbar las casonas y elevar grises edificios y centros comerciales como símbolos de desarrollo. Una Popayán con desórdenes arquitectónicos y cromáticos bajo la dictadura de la lobería traqueta, llena de luces de neón y extravagantes acabados, o una mala imitación de Cali cercana a la asfixiante industrialización de Yumbo figuran entre las propuestas.

Otros, arguyen reparos xenofóbicos o de clase e incluso lanzan sin piedad agravios contra esta vieja matrona que los ha visto nacer o crecer, pero que en ningún caso se ha vuelto en contra suya, o de lo contrario no seguirían aquí.

Pero, ¿qué tienen contra esa historia blanca sobre la que se ha dibujado esta ciudad? ¿Acaso no es el blanco la síntesis de todos los colores, y por ende un símbolo de integración y bienvenida a todas las colonias que hoy habitan esta Villa? ¿Acaso no es el blanco un símbolo de resistencia contra el proyecto globalizador que necesita paredes grises por el humo y el hollín de las fábricas y las maquilas? ¿O acaso no es blanco el papel que incita a escribir la propia historia y no la tiránica propaganda llena de colores sugestivos donde es imposible ser uno mismo?

La «Ciudad Blanca», en últimas, es nuestro refugio; el cual no se reduce a su colonial corazón histórico, ni puede limitarse por estrechez mental a un problema de yeso y cal. No, la ciudad tiene un color que la identifica pero no la define, ya que al igual que el blanco es la suma de todos los colores, la ciudad hoy es la suma de todas las colonias, etnias y culturas que la integran y la construyen.

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De esta forma, la Popayán de hoy es una ciudad tan policromática como pluridiversa y multiexpresiva. Es la Popayán negra del Pacífico, con sus valiosas gentes que le han entregado a la capital del Cauca ese sabor afro lleno de bailes, cantos, dinamismo, sabiduría y alegría, una cultura por la cual lo blanco se ha teñido de mar, de costa y de tambor. Esa Popayán negra impregnada con todo el folclor norte caucano, alimentada con la diversa tradición oral llegada de Puerto, Quilichao, Caloto o Buenos Aires.

La Popayán de colores tierra, poblada de visiones ancestrales y miradas sabias de Nasas, Guambianos, Yanaconas, Kokonucos y Totoroes; ciudad donde en medio de tensiones fulgura la imagen de Quintín Lame y se eleva una pirámide construida por los nativos pueblos aborígenes a la que llamamos «El Morro», en la cual estamos en deuda de erigir un monumento a los primeros pobladores de esta villa y reubicar al conquistador a un lugar no menos importante, pero sí respetuoso por el santuario indígena.

La Popayán verde de nuestros vitales campesinos, de nuestras fértiles veredas por las que baja silenciosamente el aire puro de las montañas y el agua de los ríos Piedras, Clarete, el Molino y el Cauca. Popayán verde que nos brinda todos los colores de las frutas, legumbres y hortalizas, y el maravilloso paisaje que deslumbra cuando abandonamos el cemento y nos internarnos entre sus follajes fantásticos y su variada geografía.

La Popayán diversa donde se encuentran y entremezclan las colonias venidas de todo el Cauca, poblados que nos han entregado lo mejor de sus hijos para engrandecer a la Ciudad Blanca. Colonias llegadas con el ímpetu del volcán desde Puracé o con el calor encendido del valle del Patía; o con el empuje del viento de Silvia o desde el verde perpetuo de Totoró o Inzá. Ni hablar de las valiosas gentes llegadas desde la imponente geografía del macizo colombiano y que se han integrado a la vida política y económica de la ciudad con su enorme legado cultural traído de Almaguer, Bolívar, la Vega, Rosas o la Sierra.

La Popayán universal, la centenaria ciudad universitaria que alberga sin egoísmo estudiantes de todo el país: costeños, vallunos, paisas, pastusos, boyacenses u opitas; e incluso ilustres ciudadanos extranjeros que terminaron quedándose para siempre. Ciudad leyenda, que incluso, ostenta sin titubeos albergar los restos del Quijote.

Redescubrir los significados de la ciudad blanca y construirla sin egoísmos, resentimientos, ni odios heredados, debe ser el proyecto que debe guiar a las actuales y futuras generaciones. Una verdadera capital del Cauca de puertas abiertas, amable y en paz que sea fiel a lo que canta el himno del Departamento cuando nos dice: «Blancos, indios y negros una sola ilusión hijos de la misma tierra frutos de la misma flor».

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