Elegía a una ruiseñora

Por en junio 8, 2017

Por Leopoldo de Quevedo y Monroy

…y te debo también esta tristeza
infinita y lejana, que me empieza
cuando muere la tarde entre mis manos.
De su poemario Bajo la estrella, pág. 58. 1954.

Gloria María Cepeda Vargas a los 89 años ha dejado de respirar. Un infame infarto le cortó la vida con la complicidad de la Parca y su guadaña. No importó su inocencia y su canto. Glorita estiró su cuello y legó sus poemas a esta Humanidad. Como una ruiseñora había entonado a mañana y tarde sus trinos y trenos en las arboledas, ya en la Caracas de sus amores, en Roldanillo o en Cali, en Medellín o su Popayán de pañolón con frío.

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No solo la tarde murió entre sus manos: murieron sus risas, sus reflexiones sabias, su cara adusta y su corazón de cierva serrana. Tan solo no murió su poesía. Como perro fiel se ha quedado mirándola ir. Ahí entre libros y cuartillas quedan enterradas millones de letras y entre las membranas del oído quedará pegado el timbre de su voz. Metáforas, trenos, arrullos, nubes y nubarrones sobre los campos de Colombia han quedado huérfanos.

¿Quién volverá a llorar por los soldados niños, por la sangre inútil? ¿Quién se tapará a esta hora los oídos para no escuchar la queja y los trenos que salían del alma herida de esta ruiseñora que amaba a su Patria echada a su suerte por un gobierno sordo y ciego?

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¡Ah, de la vida y la muerte, dueños de la mano y del rictus en la boca que ya no tocarán la lira! El mundo anteayer detuvo su afán para dar descanso a una mujer poeta que no tenía más que palabras de oro en su bolsillo roto que había muerto hacía mucho tiempo. La vieron pasar las Universidades con sus lauros vírgenes, las autoridades que vigilan quien canta y bebe y mata y nunca supieron quién sufría y vivía del viento y de su lira en un sofá escondido.

Gloria Cepeda Vargas (8)

Era una ruiseñora. Era una ruiseñora, señores. Era una voz sonora, herida en la garganta por la compasión y el frío que produce el dolor de ver al hermano caer bajo la bala infame. Era una ruiseñora que cantaba a su hombre que la había humillado. Era una pajarita que recogía pajitas y las ensartaba en sus versos para que calentaran a polluelos y arrullaran a quienes oyeran su canto en los recitales.

No. Glorita Cepeda no era débil por ser ruiseñora. Nunca fue llorona. No la vi llorar. Solo sabía leer, escribir, conversar, reír, amar y sufrir. Desde que se levantaba tejía, no una manta ni una carpeta. Tejía en su mente una cadena de melos y ensalmos, de ayes y sonatas. Cuántas sinfonías, himnos, elegías, no escribió y cantó esta ave canora? La maquinita de ámbar y teclas volaban ante su presencia y el rápido pulsar de palabras e imágenes.

¿Cuántas sorpresas nos habrá dejado inéditas, sin poder subir al árbol junto a su casa a cantar al alba o media tarde a entonar su concierto con la partitura? Cantemos ahora el dulce fluir de nuestros recuerdos de ese rostro enjuto y sereno, tierno y certero y de esa voz de acero y de ruiseñora reina.

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