Aporías del Neocolonialismo indígena

Por en junio 7, 2016

Por Mariana Arteaga Mejía

La jornada de suspensión y obstaculización de actividades convocada por la Cumbre Agraria, Campesina, Étnica y Popular desde el pasado 30 de mayo, en oposición a las políticas gubernamentales para los habitantes de las zonas rurales de todo el territorio nacional, me afectó. Y como en muchos lugares de Colombia, en el Cauca, a los caucanos y a quienes tenemos en el corazón a esa tierra, también nos aqueja y nos inquieta el panorama que se plantea en la región, cada vez que se trunca el paso en la arteria vial del suroccidente colombiano.

Las huelgas, paros o protestas (en el tenor más cercano a la noción de resistencia civil clásica) son inherentes a la democracia y a la esencia de las sociedades modernas, aquí, en Francia o en Brasil. Lo cierto es que, en el marco del actual proceso de paz que pretende poner fin a uno de los conflictos armados internos más antiguos del mundo, también es de esperar que estas reacciones sociales formen parte del paisaje político de la Nación.

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Los colectivos o los grupos de interés, sin importar su origen, bandera y/o fondos bancarios, pueden y están en su derecho de manifestarse con acciones políticas que no estén orientadas a la confrontación directa ni violenta, pero sí a la seducción de la opinión pública, que en un acto de voluntad cree su propio criterio y decante en una decisión racional y autónoma. Estas protestas, que en su mayoría predican ir en contra de decisiones gubernamentales que pueden no estar en coherencia con la voluntad de los mismos grupos, afectan la dinámica normal de la sociedad, impactan la circulación vehicular, la libre locomoción de los ciudadanos, la economía local y el orden público. Es claro para quienes no nos identificamos con sus premisas, que su derecho tiene unos límites legalmente establecidos, pero también, unos límites sociales y morales que valdría la pena recordar en la actual coyuntura.

Crecimos con la idea de haber sido víctimas de prácticas de colonialismo peninsular, las cuales reprochamos por su naturaleza violenta. Entendemos que cualquier práctica que intente dominar económica, política y culturalmente, es una instrucción colonialista de nuevo orden, o en su defecto neocolonialista, cuya génesis no se escapa a hechos relacionados al siglo XIX por medio de los cuales gran parte de los estados europeos emprendieron su itinerario conquistador en territorios que no se consideraban civilizados.

Acaso, y solo por curiosidad en el mismo marco de búsqueda y construcción de paz, que civilizados o no, reconocemos como una necesidad también a reivindicar las premisas y comportamientos de algunos líderes de grandes colectivos autóctonos, a quienes se les han restablecido sus derechos en el orden de las posibilidades fácticas y legales, ¿no recaen en la esencia de las prácticas colonialistas hostiles e invasivas que tanto les afligió a sus ancestros?

Las acciones políticas y protestas o paros deben ser legítimas en todos los sentidos. Sean las que sean sus razones, deben garantizar que su máximo límite no afecte el límite vital de quienes no compartimos sus razones. Reconozco la necesidad de conocer mi historia; reconozco que la colonización que hicieron los españoles fue un hito que marcó el camino de todos, con herencias tangibles o intangibles y que la mayoría de los colombianos somos el resultado de un complejo y mágico mestizaje en diferentes condiciones y medidas. Pero también reconozco como colombiana contemporánea, que es necesaria la resiliencia para no repetir los errores del pasado, ni caer en círculos o espirales viciosos, y hacer de estos, oportunidades de vida.

Ojalá que autóctonos, foráneos y en general todos los nacionales, en este marco que nos acerca a realidades de paz, no sucumbamos al neocolonialismo de valores y prácticas nocivas e incoherentes con nuestras vidas.

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